Si hay algo que últimamente se repite como un mantra entre los movimientos sociales es la fórmula del «no me da la vida». A la gente (que no dejamos de ser nosotras y nuestras compañeras) le cuesta, cuando no se le hace imposible, organizarse en común: ir a la asamblea, preparar una manifestación, generar acciones, cuidar del centro social, atender las redes sociales o sostener la vida diaria del grupo político. Hay una falta de tiempo total en las vidas de las personas que se nombran militantes y esta tiende a presionarles hacia la desorganización o la falta de compromiso. Nuestros espacios se ven habitados por aquellas que desearían involucrarse pero no tienen la posibilidad de hacerlo o no encuentran la fuerza necesaria a causa de cuestiones que atañen a su individualidad (precariedad, relaciones, alquiler, medicalización y tantos otros aspectos que ya conocemos).
Hay una indisposición generalizada. La impotencia ha caído en la reproducción de sí misma
Charlie Moya gomez en El Salto: Indispuestas. Cuando nadie quiere poner la vida en ello
Así que la norma que se establece en este posible nuevo ciclo que se va abriendo —quizás aún con efectos del momento pandémico del 2020— es un acuerdo de mínimos en el que hay poca gente con pocas energías siguiendo una corriente automática para mantener vivos ciertos movimientos y que estos no acaben desapareciendo. Como si hubiera una esperanza de otros tiempos futuros que los pudiera volver a impulsar; mantener el latido de las luchas, aunque sea muy suave, sabiendo que revivir siempre es más difícil que recuperar el ánimo.
Muchos de nuestros espacios están compuestos en su centro por personas quemadas con su hacer político por la falta de novedad, por la carga que supone el solipsismo de lo que debería ser un trabajo comunitario, por lo frustrante que es dedicarse a la gestión continua del grupo o por lo complicado que parece el relevo generacional. A estos núcleos les sigue un segundo círculo de antiguas militantes: aquellas que fueron sostén, pero no pudieron más, salieron y ya nunca se acercarán más allá de lo que marque el calendario (un 8M, un Primero de Mayo Interseccional o un Orgullo Crítico, por ejemplo). Pase lo que pase, hay una sensación general de estar tratando siempre con la misma gente, las mismas formas, las mismas ansiedades y las escasas victorias.
«Falta de ilusión», otro de los lemas al que nos estamos habituando. Una falta de ilusión derivada precisamente de esto, de lo cansado que ha sido para muchas poner el cuerpo, desgastarlo y no lograr nada o tener que conformarse con migajas. Es la sensación compartida de haber creído en el común, en un común autónomo, trabajar por ello, y que no cale, no movilice, no genere algo nuevo, no produzca un cambio ni prenda mecha alguna. Se ha intentado de forma recurrente ilusionar a través de manifiestos, cartelería, charlas, talleres, espacios de encuentro, campañas en redes; disponiendo de las palabras más esperanzadoras, de las posibilidades de la comunidad, de la ferocidad de las luchas. Aún así, poco o nada. Hay emoción instantánea, algo que se remueve dentro de cada una, pero hay, también, un volver a casa, volver al trabajo, volver a la universidad, que hace que esa emoción se vea rápidamente apagada porque a la gente sigue sin darle la vida. Que quizás esa falta de ilusión sea una cuestión generacional, por arriba o por abajo. O a lo mejor habría que comprobar caso por caso, militante a militante, si esa ilusión por seguir en movimiento está presente. Pero lo que se desprende del aire de este tiempo es que son más las que han perdido la pulsión ilusionante.
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